Distopía aporófoba

La aporofobia es el rechazo (fobia) al pobre (de áporos, quesignifica sin recursos), un término que aunque pueda parecer un vocablo clásico, tiene sello –más bien- del siglo XXI. En 2017 es nombrada palabra del año por la Fundéu (Fundación para el Español Urgente), el mismo año en el que hace su entrada en el Diccionario de la Lengua Española. También de 2017 es el libro de Adela Cortina Aporofobia, el rechazo al pobre: un desafío para la sociedad democrática (Paidós), que sirve de culmen para el trabajo sobre la aporofobia que la filósofa viene desarrollando desde finales de la década de los 80. Emilio Martínez, profesor de la Universidad de Murcia, define en 2002 el término en el Glosario para una sociedad intercultural (J. Conill, coord.), aunque en la estela de la ética de Adela Cortina, quien es sin duda la autora de la aporofobia.

Hay dos asuntos que la filósofa apunta en su libro y que vale la pena comentar. La primera es la distinción entre la aporofobia y la xenofobia y el racismo; no discriminamos a los extranjeros–afirma Cortina–, sino a los extranjeros sin patrimonio (quienes no tienen nada que ofrecer). La idea puede discutirse pero Cortina establece un punto; además, tanto la aporofobia como la xenofobia y el racismo tienen principios compartidos, como la alterización o invención del otro. La segunda cuestión destacable es que Cortina distingue raíces cerebrales en la base de la aporofobia, una especie de modos de ser del cerebro caracterizados por el autointerés, la generalización apresurada y el rechazo de lo diferente. Lo que es más, ese cerebro no solo es egoísta sino –también– envidioso, aunque en este punto es necesario decir, como Cortina misma señala, que las raíces cerebrales no son definitorias y que también hay raíces sociales, o en otras palabras, la elaboración social de las raíces cerebrales, de donde resultan la criminalización, el aumento de los delitos de odio, etc.

Paguita

A mí, que soy un canario reciente, la expresión (paguita) me parece elocuente, no solo porque es peyorativa y comprende un cierto rechazo, sino porque es claro que detrás de los comportamientos y modos en que nos expresamos hay emociones elementales. Otra filósofa, Martha Nussbaum, afirma que la primera de ellas, desde el punto de vista genético, es el miedo (La monarquía del miedo, Paidós, 2019), y que este impregna el resto de emociones humanas hasta infiltrarse en la deliberación pública. El ejemplo más claro es la campaña de Donald Trump en 2016: el republicano explotó el miedo de una clase social (sin conciencia de clase social) y sacó en rédito una presidencia.

Aporofobia y meritocracia

La meritocracia supone que todo lo que tenemos es producto de nuestro propio trabajo y merecimiento, pero esto no es el del todo cierto: hay condiciones que no merecemos (o por lo menos, no hemos hecho nada para merecer) y que sin embargo disfrutamos. John Rawls hablaba, en este sentido, de una lotería, tanto natural como social. Lo paradójico es que la meritocracia surge como una alternativa a la inequidad de la aristocracia feudal cuya distribución de la renta, el patrimonio y las oportunidades estaba determinada por nacimiento. La sociedad de mercado trata de remediar la arbitrariedad de esta lotería poniéndonos a todos en un juego en el que nos garantiza (supuestamente) unas condiciones mínimas y deja la distribución de la renta, el patrimonio y las oportunidades al libre mercado (por eso el mérito está relacionado con la acumulación). La verdad es que, si la vida fuera como una carrera de 100 m, la línea de salida (o las zapatillas o la fortaleza física o las condiciones de los carriles donde se corre…) no es igual para todos. Esto no significa que el mérito no tenga valor, porque lo tiene, sino que no puede ser el único criterio de redistribución. Con Rawls, a Sandel le gusta pensar, por ejemplo, en una meritocracia equitativa en la que la distribución de la renta y el patrimonio esté en relación directa con la igualdad de las personas para desarrollar sus aptitudes. Podemos pensar también en el premio Nobel de economía del ‘98 Amartya Sen, quien restó protagonismo a los méritos para dárselo a las oportunidades, en el entendido de que si la pobreza se da en una sociedad de intercambio en la que participamos todos, nos afecta efectivamente a todos, y es necesario multiplicar las capacidades humanas para conseguir el bienestar. Ya Aristóteles había observado que los ricos tienen más oportunidades de participación en las cosas de la polis que los pobres, proponiendo en su Política una sociedad de libres e iguales antes que una polis de amos y esclavos. Precisamente, y aceptando por mor del argumento los valores liberales tradicionales (libertad e igualdad) como valores comunes en las sociedades democráticas de nuestros tiempos, la pobreza es un problema de todos porque afecta, precisamente, la libertad (en cuanto capacidad) y la igualdad (como equidad) de las personas empobrecidas.

En este punto la conversación podría más de un camino, lo que creo es que debemos mantener, ante el problema que estamos comentando, una tensión moral definida: la convicción de que una actitud crítica y solidaria puede reducir, efectivamente, la desigualdad.

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Sobre el amor revolucionario

Terminé hace poco un texto sobre la noción de amor revolucionario para una publicación colectiva. Se trata de un concepto de la feminista chicana Chela Sandoval, aunque mi escrito comienza en el uso que Houria Bouteldja, portavoz del Parti des indigènes de la République, viene haciendo de él para representar una opción y filosofía políticas.

Reproduzco a continuación la introducción, sin notas, esperando luego poder dar la noticia de la publicación y compartir el texto completo.

El trayecto de búsqueda que comporta este capítulo comienza con el libro de Houria Bouteldja Los blancos, los judíos y nosotros, un texto desafiante en el que la portavoz de un partido político de extrema izquierda se planta en el corazón de un país donde el libro es religión y espeta: ¡Escucha, blanco! ¡Escucha, judío! ¡Somos nosotras, las mujeres indígenas! ¡Somos nosotros, los indígenas de la República Francesa!

Escuché a Bouteldja por primera vez en el encuentro preliminar de la red Decolonialidad Europa realizado en Madrid en 2012. Intervino con una charla dividida en partes que otra de las participantes se apuraba a traducir, aunque antes de la interpretación las maneras de Bouteldja ya comunicaban, y aunque las palabras traducidas decían que no sabía qué significaba descolonizar Europa, la vehemencia de los gestos afirmaba algo más. En mis notas escribí «ruptura», «liberación», y en el margen de las preguntas, a «¿qué significa “ser descolonial”?» una frase subrayada: «un estado de ánimo de emancipación». La escuché nuevamente en un congreso algunos meses después. Su argumento había tomado prestada la noción de «amor revolucionario» de la obra de la académica y militante estadounidense Chela Sandoval y la utilizaba para responder a la interrogante de la reunión: ¿cómo puede el Norte aprender con el Sur? La propuesta de Bouteldja era que la función subversiva y transformadora del diálogo político comprendía un singular «acto de amor»: observar las propias ventajas, renunciar a los privilegios heredados y decidir abrazar las luchas de quienes padecen las injusticias derivadas de esta sucesión.

El discurso, tanto como aquella primera charla y el libro después, podía ser sugestivo pero era sobre todo incómodo: tenía la peculiaridad de colocarte en un dilema entre la simpatía por las personas oprimidas, los «condenados de la tierra», en la expresión de Franz Fanon, y la conciencia de ser, en comparación, un privilegiado. En la encrucijada entre el Norte y el Sur Bouteldja había comenzado su intervención refiriéndose a esta contradicción, sabiéndose «blanca» en relación con el Sur y «no blanca» en relación «con el cuerpo legítimo de la nación francesa» (un cuerpo blanco, europeo y cristiano), reconociéndose cómplice del imperialismo por un lado, y víctima del racismo por el otro.

La disyuntiva no se resuelve invirtiendo los polos, sino tomando una posición independiente de la propia condición que es, por ello, política, y eligiendo una filiación filosófica que es, asimismo, una forma de amor revolucionario.

Lo que me propongo a continuación es hacer una lectura de la metodología de Chela Sandoval en la que el amor revolucionario encarna un modo de conciencia diferencial. Se trata de una noción orbicular –podría decirse– que recorre analíticamente desde su identificación en la práctica de los movimientos sociales hasta la conceptualización de un modo de la conciencia, pasando por la distinción de las habilidades intermedias que conectan la una con la otra en un flujo recurrente empeñado en la emancipación.